Debido a la proliferación de los discursos espirituales basados en las filosofías místicas orientales, el concepto ego se ha popularizado extensamente en nuestros días, llegando su uso a ser habitual en las charlas cotidianas, las producciones culturales y, por supuesto, en la literatura del crecimiento personal o autoconocimiento y las terapias alternativas. Este suceso ha provocado que se haya ido consolidando una imagen demonizada del término, debido a las dicotomías generalistas planteadas entre: ego/espíritu, mente/alma, amor/miedo. Este planteamiento conceptual generado por contraposición, no obstante, no es novedoso ya que ha resultado útil para responder a la pregunta por el yo –quizás uno de los cuestionamientos fundamentales de la humanidad, siendo abordado por la filosofía, las ciencias y las religiones a lo largo de toda la historia-.
Ahora bien, teniendo en cuenta el papel clave que juega el ego o el yo en la forma de pensarnos y pensar el mundo, resulta inquietante observar la aparición de dicha connotación negativa del término en la actualidad. En este sentido y, como un ejercicio de integración más que de fragmentación dialéctica, voy a pensar el concepto como un constructo inevitable pero también, como un conducto que permite transitar un camino evolutivo desde la individualidad hacia la colectividad.
Si buscamos el término yo en el diccionario encontramos tres acepciones: Una visión lingüística que tiene que ver con el vocablo como pronombre personal, otra enfocada desde la filosofía que lo define como “sujeto humano en cuanto persona” y, por último, una proveniente de la psicología que lo define como “parte consciente del individuo, mediante la cual cada persona se hace cargo de su propia identidad y de sus relaciones con el medio”.
Vamos a tomar las siguientes palabras clave para contextualizar el término dentro del marco teórico que nos ocupa: sujeto, consciente, identidad, persona y medio. Podríamos decir así que el ego/yo consiste en una serie de rasgos identitarios que modelan al sujeto dando como resultado una personalidad que le permite autodefinirse para relacionarse con el entorno.
Esta definición nos posiciona directamente delante del conflicto que se expone en este artículo: La sujeción de nuestra existencia a una persona creada artificialmente para poder relacionarnos con el mundo, nos resulta anulatorio y desempoderante, al ser conscientes de que nos habita una complejidad mucho más extensa a la cual no tenemos acceso en el momento de habitar la realidad, quedando ésta silenciada o suspendida temporalmente, y muchas veces relegada exclusivamente a los espacios y momentos dedicados a esa conexión -como podrían ser los retiros espirituales, la meditación, el yoga, etc.-. Es decir, el hecho de que encontremos esta inviabilidad de ser más allá del ego, nos coloca delante de una fragmentación interior que nos constriñe a posicionarnos en una parte o en la otra, dejando paso al conflicto ego/espíritu, mente/alma y dando como resultado la demonización del ego por resultar un constructo asfixiante y mutilador.
Así, resulta indiscutible afirmar que el desafío consiste en generar yoes inclusivos que den lugar a las partes más sutiles que nos conforman. En este sentido y desde la mirada mística de nuestra existencia, podríamos afirmar que una finalidad del ego es la de ser un vehículo del espíritu o de nuestro ser esencial -en definitiva, de los valores universales y unitarios-, para llegar a la comprensión de que no hay tal división, sino que la fragmentación es parte de un contrato social, de las jerarquías en base a las que funciona un sistema, de los paradigmas socioeconómicos y culturales, etc.
Desde este prisma, el yo se constituye como una entidad cerrada pero también definible, en constante construcción; se torna un medio para visibilizar una imposibilidad, una carencia, una disfuncionalidad. De ello se desprende una impronta evolutiva en el mundo: Más que demonizar al ego por su carácter limitante, resulta más enriquecedor entender por qué los egos son así, analizar los discursos de los que se alimentan, los malestares y posteriores desigualdades que provocan en la realidad, las posibilidades inclusivas a las que pueden someterse,…
Para ello es y será siempre clave la deconstrucción identitaria y el desarrollo de herramientas que nos ayuden a tener un punto de referencia sobre el cual ir trazando esta línea discursiva en pos de la evolución individual y colectiva. Sin embargo, esto no es posible desde la dicotomía y la conceptualización dialéctica de los opuestos. Para conseguirlo es necesario dotar a los egos de una nueva mirada que permita la aportación de valor a las comunidades: Trascender a lo colectivo desde la propia experiencia a través del análisis de los discursos interiores y subjetivos.
Recordemos que esto ya ha sucedido a lo largo de la historia humana. Sin el desarrollo teórico de la identidad de género y los movimientos sociales surgidos, por ejemplo, muchas personas no hubieran asumido nunca que existía una minoría invisibilizada y no se habrían dado avances en el campo de los derechos fundamentales y sociales. Es decir, que el ego, las identidades, más que ser desterradas a la marginalidad por considerarse conceptos inferiores desde la concepción espiritual o el desarrollo personal, deben ser cuestionadas y reconstruidas bajo una intención abierta y liberadora, más enfocada a una trascendencia global y universal que a la autoafirmación de discursos que generan fragmentación y desidia.
Probablemente, gracias a esta visibilización y a la construcción de egos inclusivos, en un futuro esta forma de ser y habitar el mundo ya no sea necesaria, ya que los humanos podremos actuar desde valores elevados de forma directa sin sufrir ninguna consecuencia que desequilibre nuestra salud física, emocional, psíquica y espiritual. Pero debemos reconocer que en la actualidad, los valores elevados aún no son percibidos como tales dentro de la mayoría imperante. Me refiero a la bondad, la empatía, la entrega sincera, el amor incondicional por cada ser que habita la tierra, la expresión de la vulnerabilidad emocional sin ser víctima de los mecanismos de poder, la cooperación mutua, la aceptación de la singularidad de cada individuo… Aún parece ser necesario movilizarnos a través del ego para continuar quitando capas al inconsciente colectivo que sigue operando como el causante de los sucesos más terribles de la humanidad -especialmente dentro del ámbito de las relaciones de poder-.
Esto no significa que estemos cediendo al abandono de nuestros valores nobles y auténticos con respecto a nuestro espíritu, nuestra esencia, nuestra alma; significa que nuestra capacidad de agencia en este contexto reside en construir una persona desde la fortaleza interior que deviene de un camino deconstructivo, del entendimiento y de la integración de nuestros valores más elevados con la realidad práctica mundana, evolución de la cual también somos responsables. Creando una percepción del yo lo suficientemente sólida y abierta, visibilizamos nuestro valor pero también nuestro compromiso con esa trascendencia universal por la que todos los humanos, muy en el fondo, soñamos.