Desde la óptica filosófica, el vacío existencial forma parte de la condición humana, ya que es inherente a la experiencia vital de las personas. No obstante, dentro de la era de la información caracterizada por el frenetismo y la fugacidad, este sentimiento de apatía y de desconexión hacia la propia vida se está extendiendo de forma descontrolada. De ahí el surgimiento masivo, por un lado, de las variopintas terapias modernas y tendencias new age que pretenden remediar la falta de sentido a través de recetas mágicas y milagrosas, y por otro, del enraizamiento de una cultura contaminada por los mecanismos de consumo que enquistan la superficialidad y el sentimiento de carencia en la subjetividad de las personas.
No obstante y a pesar del bombardeo constante de información y de la falta de sentido que conlleva la desconexión con nuestros deseos vitales, es posible vislumbrar una alternativa a la alienación. Pero antes de entrar en la capacidad de agencia que tenemos como individuos a este respecto, conviene comenzar exponiendo qué entendemos por vacío existencial.
Usamos esta expresión para definir el estado emocional, psíquico y espiritual transitorio por el que atraviesa toda persona en un momento determinado de la vida que suele estar marcado por un cambio proveniente del exterior/contexto o del interior de ella misma. Estos cambios pueden afectar a la vida y circunstancias en el mundo físico, pero también a las creencias o valores y a la subjetividad construida.
Así, partiendo de que el cambio es un elemento evolutivo fundamental en la vida de los seres humanos, podemos deducir que la aparición del vacío existencial es una consecuencia natural del hecho de estar vivos; y, teniendo en cuenta que el cambio exige un proceso de adaptabilidad al nuevo medio, a las nuevas circunstancias y/o creencias, podemos afirmar que esta sensación de angustia que provoca la incertidumbre, es transitoria.
Es pues, en la prolongación de este vacío donde nace su carácter artificial y, en consecuencia, su manifestación como síntoma de una sociedad enferma.
Ahora bien, ¿cómo hemos llegado a convertir el vacío existencial en algo patológico?
Para responder a esta pregunta es necesario remontarse a mitades del siglo pasado, cuando surgieron las primeras técnicas publicitarias de sugestión para las masas de la mano de Edward Bernays, sobrino del psicoanalista Sigmund Freud, quien desarrolló la teoría de la propaganda. Y aunque esta se ideó para fines políticos, religiosos e ideológicos, podemos decir que sentó las bases en las cuales la publicidad posterior escribió sus guiones, incluida la actual.
En nuestros tiempos encontramos que los anuncios y las plataformas a través de los que se reproducen están, en apariencia, alejados de la manipulación mediática, pero no hay que olvidar que los algoritmos son otro método de control y de segmentación de los públicos.
No obstante, la relación entre el carácter permanente y patológico del vacío existencial en nuestros días y las nuevas formas de publicidad/comunicación se torna evidente cuando analizamos cómo se estandariza la superficialidad en los discursos como un elemento clave y eficaz para los fines buscados: la mayoría de la información que recibimos del exterior es fugaz y directa pero otorga mucho protagonismo a la imagen. Esto nos lleva a pensar en una base psicológica fundamental sentada en la teoría de Carl Jung: el lenguaje de las imágenes, es el lenguaje del inconsciente.
La era de la información ha supuesto una apertura a una variedad más extensa de discursos en comparación a la que se tenía acceso en la era anterior, donde los medios de comunicación eran más limitados y estaban más jerarquizados. Por ello, en nuestros días, las metodologías de sugestión del mercado han tenido que optimizarse para llegar a un público más crítico, que tiene acceso a toda la información posible y que puede también, generar discursos -motivo por el cual, la imagen ha pasado a ser el lenguaje principal-. De lo cual deriva la siguiente conclusión: La sugestión sólo es posible desde el desconocimiento del diálogo inconsciente -personal y colectivo-. Y es aquí donde entramos de lleno a la sutil relación entre la era de la información o era digital, y el carácter permanente del vacío existencial: Tenemos las herramientas para ser consumidores críticos, pero no para entender los lenguajes sutiles que nos sobrevuelan desde que existe la historia de la humanidad.
Así, la consecuencia directa del consumo de discursos superficiales que atacan desde lo inconsciente, es una sensación de falta constante que cala dentro de nuestra subjetividad como un agente cancerígeno: complejizándose, reproduciéndose y haciéndose cada vez más nociva, arrastrándonos a esta sensación constante de que nuestra vida no tiene sentido, porque no encaja dentro de la imagen “que debemos encarnar”.
Ante este panorama, es completamente comprensible que hayan aparecido otro tipo de métodos que pretenden ser la “cura” para este malestar y que están muy ligados a esta nueva era. Terapias de todo tipo parecen solucionar este problema con los mismos métodos y resultados utilizados por las causantes: Inmediatez = eficacia = solución. Por otro lado, las terapias más tradicionales que exigen el sometimiento a un proceso más largo, como la psicoterapia o el psicoanálisis, parecen también ser parte de un laberinto que nos encarcela en la infancia o nos encierra en callejones donde seguir perdidos pero con una historia interesante que contarnos para justificar nuestra falta.
¿Qué escapatoria existe, entonces, a este malestar?
Mi respuesta inmediata desde este presente es, precisamente, la apropiación de la falta, entendida en el sentido lacaniano: como aquel vacío del que nace el deseo. Porque es indiscutible que deberemos convivir, probablemente, durante una larga temporada de nuestra vida, con esta sensación de falta y que hay muchas preguntas que ni la publicidad, ni las redes sociales, ni las terapias alternativas, ni el psicoanálisis pueden resolver, entre ellas por qué y para qué existimos… Pero esto no significa que debamos palidecer ante la búsqueda de sentido, sino todo lo contrario: He aquí el arma más poderosa para la emancipación de los discursos inhabilitantes y para la construcción de identidades autónomas.
Desde esta óptica basada en la agencia individual, el vacío existencial se torna un espacio de autodeterminación en el que construir narrativas que alimenten el deseo por experimentar nuestras inquietudes vitales. Eso sí, un espacio que habitamos una vez hemos descubierto el motivo que nos ha llevado hasta ahí, porque de lo contrario, estaremos escapando y reproduciendo la metodología del sistema, basada en el efecto placebo. Podremos distinguir estas vías de escape de las decisiones tomadas desde nuestro poder personal a través de habitar el cuerpo, de descifrar el lenguaje de nuestros impulsos (inconsciente) y de la durabilidad de la sensación de plenitud que experimentamos. Las primeras serán mucho más fugaces y nos devolverán al vacío con más rapidez y violencia. Las segundas nos permitirán experimentar lo sutil de la vida y la profundidad de cada experiencia, con lo cual nos devolverán al vacío desde un lugar más sereno, con el entendimiento de que es un espacio fértil donde plantar una nueva semilla. Todo ello porque estaremos respondiendo al llamado de nuestro propio deseo.
Así, el vacío existencial se convierte en un estado interior habilitante para la construcción autónoma de la identidad y para el descubrimiento autodidacta del sentido de la vida, el propio, que no tiene por qué seguir un canon estandarizado, ni cumplir con expectativas productivistas, ni estatus sociales alienantes. Claro que la sensación de falta podrá reaparecer, pero sabremos abordarla desde un yo significante que se autopercibe a través de las experiencias y que tiene el poder de llevar a cabo las acciones que sean necesarias para definir su propia vida. El vacío existencial es pues, un espacio donde tejer la narrativa de las experiencias para dar forma a nuestra sabiduría y desde ahí tomar decisiones y llevar a cabo acciones que encaucen con el próximo estadio de nuestra existencia, motivadas desde el principio por la gracia de nuestro deseo genuino.
Partiendo de que la realidad es en sí neutra y que nosotros somos quienes damos sentido a través de nuestras impresiones y posteriores interpretaciones, el vacío es la herramienta creativa y creadora que nos predispone a experimentar la realidad de la forma que elijamos. De esto se desprende una libertad muy poderosa, pero también una gran responsabilidad colectiva con la que debemos ser consecuentes. Sin embargo, abrirnos a la metodología experimental de prueba y error siempre será más satisfactorio y enriquecedor que asumir unas premisas impuestas que tienen como fin último -y quizá inconsciente- perpetuar la homogeneización de la experiencia humana.
«Abismo, donde agarrarse y permanecer; los tiempos de incertidumbre ya no despiertan temor, en su silencio vive el deseo de renombrar lo que quedó.»